Nora tenía un vicio convertido en virtud, por herencia rusa
y por parte de su abuelo paterno, Nora contaba sus experiencias como historias
noveladas, breves, sutiles y sin moraleja. Nunca supe si era la mejor en su
labor de trovadora autobiográfica pero si pude saber que sus relatos teñidos de
blanco y negro eran mágicos, tiernos, desgarradores ese tipo de relatos que lo
lanzan a uno a la vida con mas ganas de vivir, con ganas de saber como es
bucear por lo profundo y salir a respirar solo para saber que el horizonte
sigue ahí donde lo dejamos antes de sumergirnos.
Su cuerpo a medida que el relato comenzaba a desandarse se
iba encorvando, como si la fuerza de la gravedad propia de la experiencia la doblaría,
algunas veces de tristeza o dolor y otras tantas de risa endiablada. Se
encorvaba y te miraba fijo a los ojos,
su voz era imperturbable, suave, precisa y dulce que te envolvía y mas
de una vez te encontrabas encorvado escuchando el relato, viviéndolo como un relator
omnisciente y todopoderoso, como si te trasladase al momento.
Sus historias no eran aburridas ni sostenidas en el tiempo,
era justas como los sueños que no duran mas de dos minutos, terminaba su relato
y se sabia la mejor en su propia humildad, sabia que nos dejaba pensando, que
nos extasiaban sus recuerdos y era por eso que no nos agobiaba de vida, nos
daba de postre una historia pero no nos empalagaba.
Y como escribir la novela de su vida me queda enorme, decidí
contar sus historias breves y que cada quien imaginario lector las una y haga
su propio relato, dado que su historia ya no le pertenece soy yo un simple
poseedor de recuerdos imaginarios y de algún que otro objeto que también como
yo se perderá en la bruma de la historia.
Mientras nos cuenta su historia, orgullosa Nora nos sonríe y
calla.